John S. C. Abbott

He procurado demostrar a cada madre cuánto depende su felicidad del carácter bueno o malo de sus hijos. Tus propias reflexiones y tu observación, sin duda, han grabado muy profundamente esta idea en tu corazón. Es probable que se te haya venido muchas veces esta pregunta a la mente mientras leías el capítulo anterior: “¿Cómo gobernaré a mis hijos de tal modo que asegure su virtud y su felicidad?”. Ahora voy a tratar de responderla:

La obediencia es absolutamente esencial para el buen gobierno de una familia. Sin ella, todos los demás esfuerzos resultarán en vano. Puedes orar con tus hijos, y pedir por ellos; puedes luchar por instruirlos en la verdad religiosa; puedes esforzarte sin descanso por hacerlos felices y ganarte su cariño.

Pero, si tienen el hábito de desobedecer, tus instrucciones se perderán y tus afanes serán en vano. Y con la palabra obediencia no me refiero a ceder de manera lánguida y tardía después de repetidas amenazas, sino a acatar pronta y gustosamente los mandatos de los padres. No basta que el niño ceda ante tus argumentos y persuasiones; es esencial que se someta a tu autoridad.

Supongamos un caso para ilustrar esta última idea. Tu hija pequeña está enferma; le llevas la medicina que se le ha prescrito y tiene lugar el siguiente diálogo:

–Hija mía, aquí tienes tu medicina.

–No quiero tomármela, mamá.

–Sí, cariño, tómatela; te hará sentir mejor.

–No es verdad, mamá; no la quiero.

–Que sí, hija, que lo ha dicho el médico.

–Bueno, es que no tiene buen sabor, y yo no la quiero.

La madre sigue tratando de persuadirla, y la niña persiste en su negativa. Después de una discusión larga y agotadora, la madre se ve forzada bien a echar la medicina a la basura, bien a recurrir a la fuerza y obligarle a tragarse el desagradable fármaco. Así, en lugar de apelar a su propia autoridad suprema, está apelando a la razón de la niña y, en estas circunstancias, la niña, claro está, se niega a someterse.

No hace mucho una madre, en circunstancias similares, como no era capaz de convencer a su hijo de que se tomase la medicina, y como no tenía la suficiente resolución para obligarle, echó la medicina a la basura. Cuando el médico volvió, la madre sintió vergüenza de reconocer su falta de gobierno y, por tanto, no le dijo que no le había dado la medicina.

El médico, al encontrar al niño peor, dejó otra receta, suponiendo que la anterior se le había administrado debidamente; pero el niño no tenía en mente dejarse convencer de la conveniencia de tomar la nauseabunda dosis, y los nuevos esfuerzos de la madre resultaron infructuosos. Una vez más aquella mujer cariñosa y necia, pero cruel, echó la medicina a la basura y dejó rienda suelta a la fiebre para que corriera sin control por las venas de la criatura.

El médico regresó y se sorprendió al ver la ineficacia de sus recetas, y que su pobre pequeño paciente estaba al borde de la muerte. La madre, cuando se enteró de que su hijo iba a morir, se llenó de angustia y confesó lo que había hecho. Pero ya era demasiado tarde. El niño murió. ¿Y crees que esa madre miró el pálido cuerpo de su hijo con unos sentimientos normales de aflicción? ¿Crees que no se le pasó nunca por la cabeza la idea de que ella había matado a su hijo?

Los médicos te dirán que muchos niños se han perdido por este tipo de cosas. Como no estaban acostumbrados a obedecer cuando se encontraban bien, aún eran más reacios a ello en la enfermedad. Los esfuerzos que se hacen para inducir a un niño testarudo a tomar un medicamento suelen producir una alteración tan grande que contrarresta por completo los efectos de la receta; y así muchas veces la madre se ve abocada a llorar sobre la tumba de su hijo, simplemente por no haberle enseñado a obedecer.

El deber de las madres es, ciertamente, convencer a sus hijos de lo razonables y apropiadas que son sus órdenes. Tendrían que hacerlo para instruirlos y para que se fueran familiarizando con lo que es la obligación moral. Pero las madres siempre deberían tener la autoridad suficiente para imponer la pronta obediencia de su hijo, tanto si el niño es capaz de ver la lógica del mandato como si no.

En realidad, es imposible gobernar a un niño solo con argumentos. Habrá muchos casos en que será incapaz de darse cuenta de lo razonable que es el mandato; y con frecuencia sus deseos serán tan radicalmente opuestos al deber que todos los esfuerzos para convencerle resultarán en vano.

Por tanto, el primer objetivo que tienes que buscar es poner a tu hijo en perfecta sujeción. Enséñale que debe obedecerte. Dale tus razones en alguna ocasión; otras veces guárdatelas. Pero que entienda perfectamente que tiene que hacer lo que se le manda.

Acostúmbrale a acatar tu voluntad de inmediato y con gusto. Esto es obediencia, y resulta absolutamente esencial para el buen gobierno de la familia. Sin ella, tu familia presentará un panorama continuo de ruido y confusión; el esfuerzo de criar a tus hijos será casi insoportable y, con toda probabilidad, tu corazón se romperá por su libertinaje o su ingratitud futuros.

Reservados todos los derechos ©2010

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