Albert Mohler

El Evangelio de Jesucristo declara la salvación y la redención a todos aquellos que crean en Él.

El tercer gran movimiento en la metanarrativa cristiana comienza con la afirmación de que el propósito de Dios, desde el principio, era redimir a un pueblo por medio de la sangre de su Hijo y que lo hace para mostrar cuán excelente es su nombre por toda la eternidad. El Dios de la Biblia no es un estratega divino, preparado con un nuevo plan por si acaso falla el original. El Dios de la Biblia es soberano y completamente capaz de cumplir sus propósitos. Así pues, cuando nos referimos al gran acto de Dios para nuestra redención, estamos tocando el corazón mismo de la autorrevelación de Dios.

Además de esto, comprender de forma adecuada lo que significa el pecado humano nos conduce a la ineludible conclusión de que la criatura humana no puede hacer absolutamente nada para rescatarse a sí misma de su difícil situación. Nos encontramos en una situación sin solución y se nos pone frente a frente con nuestra propia finitud. Lo peor es que todos los esfuerzos que hagamos para poder resolver el problema nosotros mismos no conducen más que a un mayor complejo de pecado. Somos rebeldes hasta la saciedad y nuestros intentos de justificarnos nos llevan exclusivamente a niveles más profundos de pecaminosidad.

Cuando llegamos al tema del rescate de los pecadores, la narrativa cristiana señala directamente a Jesucristo como Aquel que fue enviado por Dios para morir a modo de sacrificio sustitutorio por el pecado y, de ese modo, inaugurar el Reino de Dios como Mesías del Israel davídico.

Por supuesto que Jesucristo no entra en la narrativa bíblica en este punto únicamente. Como aclara el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es el Logos eterno por medio del cual llegó a existir todo el cosmos (Juan 1:1-3). El Verbo, por medio de quien se hicieron los mundos, entra ahora en la existencia humana, asumiendo una humanidad auténtica, para identificarse con nosotros y salvarnos de nuestros pecados. La doctrina de la creación conduce a la doctrina de la redención, porque el cosmos fue creado como teatro en el que se llevarían a cabo los actos redentores de Dios.

La redención es la obra de Dios desde el principio hasta el final. El Evangelio explica que, para mantener su propia justicia, Dios tuvo que exigir un pago adecuado para el pecado. A pesar de ello, y cuando aún éramos sus enemigos, Dios nos salvó proporcionando aquel sacrificio concreto que él requería.

De la misma manera en que Dios se reveló a sí mismo en los términos más exclusivos (monoteísmo), también revela su Evangelio como medio exclusivo para la salvación. Y, así como en cualquier otro punto de la historia, dependemos por completo de la Biblia para conocer a Cristo y al Evangelio. Única y exclusivamente a través de la Biblia podemos comprender quién es Jesús —Dios y hombre a la vez— y entender el propósito para el cual vino, sufrió, murió y fue resucitado de los muertos. Llegamos a comprender que sólo el Evangelio explica cómo se pueden satisfacer los requisitos de la justicia divina y cómo puede ser rescatada la pecaminosa humanidad de la ira de Dios.

Una vez más, la soberanía y santidad de Dios se despliegan mientras el drama de la redención demuestra el poder y el carácter de Dios. El Evangelio no revela la mera intención de Dios con respecto a salvar. A cada paso, la Biblia revela el poder de Dios para salvar y su determinación para hacerlo, para gloria de su propio nombre.

El plan de redención se establece en las Escrituras por medio de una sucesión de pactos que encuentran su cumplimiento sólo en Cristo. Como aclara el Nuevo Testamento, hay un solo Evangelio dirigido a todas las personas y todas las naciones. La determinación de Dios es redimir a un pueblo de entre toda lengua, tribu, pueblo y nación para mostrar la excelencia de su nombre.

La cosmovisión cristiana debe enmarcarse alrededor del hecho de que Dios está llamando a un pueblo que ha sido lavado por la sangre de su Hijo. Por encima del individualismo autónomo de la cultura contemporánea estadounidense, la narrativa cristiana establece nuestra identidad en Cristo como parte de una nueva humanidad. En esta era, ésta ha quedado establecida como la Iglesia. Aquellos que vienen por fe a conocer al Señor Jesucristo quedan incorporados a la vida de la Iglesia como anticipo de la plenitud de la vida en Cristo que conoceremos de una forma total y completa en el Reino venidero.

Toda cosmovisión debe explicar si puede haber algún rescate del aprieto en el que se encuentra el ser humano cualquiera que sea la forma en que éste se describa. El relato mayor del cristianismo define ese aprieto de una forma absolutamente directa: estamos perdidos, muertos en nuestros pecados y somos los enemigos de Dios. Pero gracias sean dadas a Dios por no habernos dejado en esa situación. El Evangelio de Jesucristo declara salvación y redención a todo aquel que cree en Él.

Nuestra salvación no es una cuestión de terapia o técnica. No podemos hacer nada para ganar o merecer la salvación de Dios. Pero aquello que nosotros éramos incapaces de hacer, Dios lo hizo en la persona de Cristo. Ninguna otra promesa de salvación es válida. El relato mayor del cristianismo excluye cualquier otro medio de rescate y de redención. Esta verdad central explica por qué la cosmovisión cristiana está llena de tanta esperanza y basada en tanta humildad. Dios está salvando a un pueblo de toda lengua, tribu, pueblo y nación y la historia de nuestra redención es el momento crucial de esta narrativa. Sin embargo, este no es el final de la historia.

Este artículo fue escrito por el Dr. Albert Mohler, presidente del Seminario Teológico Bautista del Sur en los Estados Unidos. Usado con permiso. Traducción de www.ibrnb.com, Derechos reservados.

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