Albert N. Martin

Al considerar la cantidad de tiempo que atribuimos a las distintas facetas de la obra ministerial presupongo la primacía de la predicación entre los deberes públicos del ministerio. Como veremos, se trata de deberes privados y públicos a la vez, que están relacionados con el oficio de un anciano apartado para trabajar en la palabra y en la doctrina. Sin embargo, entre sus ministerios y responsabilidades públicas como orientar al afligido, supervisar, visitar a los enfermos, evangelizar, ninguno es tan vital como el tiempo establecido para la predicación y la enseñanza públicas. Esto es así por una simple razón: estos dos ministerios son, en la sabiduría y el propósito de Dios, los medios primordiales que Él ordenó para reunir a sus elegidos y edificar a su pueblo. De todos es conocida la convicción que Pablo tiene sobre esto: «… agradó a Dios, mediante la necedad de la predicación…» (1 Corintios 1:21). Aquí se utiliza la palabra griega kerugma, lo que se predica, lo que se comunica en calidad de heraldo en nombre del Rey. Dios ha ordenado que sea este medio el que traiga su gracia salvífica a los hombres.

Asimismo, tenemos el argumento de Pablo en Romanos 10: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?». Contamos, también, con la perspectiva de las epístolas pastorales. Al leerlas de principio a fin captamos una y otra vez el énfasis que Pablo hace cuando considera las funciones de Timoteo. Estas son las más parecidas a las tareas pastorales permanentes que podemos encontrar en las Escrituras. Vuelve a centrarse en su enseñanza, su predicación, el tema, el contenido. Son cosas en las que Pablo hace hincapié repetidas veces.

A continuación, por supuesto, Hebreos 13:7 hace una descripción de los obispos: «Acordaos de vuestros guías —y los identifica de forma muy específica— que os hablaron la palabra de Dios». Se podría haber dicho mucho sobre ellos, pero el escritor de Hebreos subraya que, entre las responsabilidades públicas, predicar la palabra de Dios tiene primacía. En la historia de la iglesia, el testimonio unánime de las Escrituras declara que el púlpito es, en palabras de Spurgeon, «la Termópilas de la cristiandad», ese estrecho paso de montaña donde los persas destruyeron a los espartanos y dieron la vuelta a la situación. Spurgeon sigue diciendo: «En el púlpito es donde la batalla se pierde o se gana. Para nosotros, los ministros, mantener nuestro poder en el púlpito debe ser nuestra mayor preocupación». Personalmente, creo que la convicción sobre este punto se ha visto erosionada y ha llevado, en gran medida, a la deficiencia en la predicación, a la parálisis de la ambición piadosa por superarse en utilidad sobre el púlpito y ha provocado incompetencias en la solemne formación ministerial sobre todo en esta área fundamental. En la edición Dargan, Broadus hace una declaración muy acertada en su obra sobre homilética y predicación, la preparación y la expresión oral de los sermones:

«El gran medio designado para difundir las buenas nuevas de salvación por medio de Cristo es la predicación, palabras habladas al individuo o a la congregación, y nada la puede remplazar. Los mensajes impresos se han convertido en un poderoso intermediario para lo bueno y para lo malo, y los cristianos deberían emplearlo con absoluta diligencia y, de cualquier forma posible, para propagar la verdad. Sin embargo, lo impreso jamás podrá tomar el lugar de la palabra viva. Imaginemos a un hombre apto para la enseñanza, cuya alma arde con esa verdad que él reconoce como artífice de su salvación y en la que confía para salvar a otros. Cuando habla a sus congéneres, cara a cara, mirándoles a los ojos, una corriente de simpatía se transmite rápidamente entre él y sus oyentes hasta elevarse mutuamente, cada vez más, hasta llegar al pensamiento más intenso y la emoción más apasionada —más arriba, hasta sentir que sobrevuelan el mundo en carros de fuego—; es un poder que conmueve al hombre, influye en su carácter, su vida y su destino. Ninguna página impresa podría poseer jamás esta fuerza».

Y sigue resaltando las otras dimensiones importantes de la obra pastoral, pero concluye diciendo:

«Resulta que la predicación debe ser siempre una necesidad, y la buena predicación una fuerza poderosa. Desde que Juan el Bautista atraía a las multitudes al desierto, en cada época del cristianismo no ha habido movimiento religioso, restauración de la verdad escrituraria ni avivamiento de la piedad genuina sin un nuevo poder en la predicación que haya sido, al mismo tiempo, causa y efecto».

Creo que ante esto, cualquiera que sea sensible a la historia de la iglesia se verá obligado a decir: «¡Amén!», de todo corazón.

Este artículo es un extracto de “Conferencias sobre la Teología Pastoral,” por Albert N. Martin. Es parte del Módulo nº 1 — El llamado del hombre de Dios al oficio pastoral, Conferencia 1. La traducción del inglés pertenece a la Iglesia Bautista de North Bergen. Reservados todos los derechos.

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