charles-spurgeon-transparentC.H. Spurgeon

No me eches de tu presencia,
y no quites de mí tu santo Espíritu.
Salmo 51:11

Préstenme su atención paciente, ustedes que aman al Señor, en lo que trato de darles muchas razones por las cuales una oración tal como ésta debe surgir de las profundidades de sus corazones, y saltar de sus labios.

En cuanto a la primera petición del texto, “No me eches de tu presencia”, mis hermanos, necesitamos presentarla, porque la presencia de Dios es para nosotros nuestro consuelo en medio de la aflicción, pues él es “pronto auxilio en las tribulaciones”.

La presencia de Dios es nuestro mayor deleite, de todos nuestros gozos verdaderos es la fuente y la suma, y a Él lo llamamos por aquel nombre, “Dios nuestro supremo gozo”.

La presencia del Señor es nuestra fortaleza.

Dios con nosotros es nuestro estandarte de victoria.

Cuando no está con nosotros, somos más débiles que el agua, pero en su poder somos omnipotentes.

Su presencia es nuestra santificación: al mirar la gloria del Señor llegamos a ser como él; la comunión con Dios tiene un poder transformador sobre nosotros.

Hermanos, hablaré directamente a esta iglesia, sobre la cual el Espíritu Santo me ha hecho supervisor.

Recordemos, mis queridos hermanos, que han habido iglesias de antaño que Dios había echado de su presencia.

¿Dónde están las iglesias de Asia que en un tiempo eran como candeleros de oro?

¿Dónde están Sardis, y Tiatira, y Laodicea?

¿Pueden encontrar tanto como una reliquia de ellas?

¿No están sus lugares vacíos, y vanos, y sin orden?

Miren la iglesia de Roma, en un tiempo una iglesia mártir, valiente a favor de la verdad, y fuerte en el Señor, ahora la misma personificación del Anticristo, y totalmente desviada a la adoración de imágenes, y toda clase de idolatrías, una cosa apóstata y contaminada, y ya no más una iglesia de Cristo.

Ahora bien, lo que ha pasado a otras iglesias puede pasar a esta iglesia, y debemos estar muy fervorosamente en guardia para que así no sea.

Ustedes mismos en su propio tiempo han visto a iglesias floreciendo, multiplicándose, andando en paz y amor, pero por alguna razón no conocida por nosotros, pero percibida por el velador que celosamente mira las iglesias de Dios, una raíz de amargura ha brotado, las divisiones les han devorado, la herejía les ha envenenado, y el lugar que en un tiempo se gloriaba en ellas apenas las conoce.

Sobreviven pero sus números gradualmente se reducen, estériles de la gracia, son más un impedimento que un poder para bien.

Recuerden, entonces, amados, que el poder para bien de cualquiera iglesia está en la presencia de Dios, y que el pecado en la iglesia puede entristecerle al Señor, tanto que posiblemente frecuente sus atrios ya no más, ni salga con sus ejércitos.

Para una iglesia es una calamidad grave cuando el Señor rehúsa bendecir más su obra, ni revelarse en sus ordenanzas; entonces es impulsada por el viento de una parte a otra como un barco derelicto y desamparado.

Es posible que el Señor, por el pecado, quite su Espíritu Santo de una iglesia.

Es posible que se vaya el espíritu de amor, que cese el espíritu de oración, que se quite el espíritu celoso y fervoroso, y que el espíritu que convierte las almas de los hombres despliegue su poder en otro sitio, pero no en la congregación antes favorecida.

Déjenme impresionar sobre ustedes el que todo esto puede pasar prontamente si entristecemos al Espíritu Santo como algunas iglesias lo han hecho.

Mis amados, déjenme refrescarles la memoria con el recuerdo de que el gran poder de la iglesia no está en el poder de sus organizaciones.

Pueden tener buenos planes para trabajo, sabiamente organizados y conducidos, pero serán un fracaso sin el poder divino.

Con demasiada frecuencia se adhiere rígidamente a métodos excelentes y se depende confiadamente en ellos, no obstante, sin el Espíritu Santo son pura necedad.

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