El amor a Dios implica la aprobación cordial de su carácter moral. Sus atributos naturales, la eternidad, la inmensidad, la omnipotencia, etc., pueden llenarnos de admiración; pero estos no son los objetos de amor en sí. Si le adoramos en la hermosura de la santidad, la hermosura de Su santidad debe estimular el amor de nuestro corazón. A medida que va creciendo nuestro conocimiento de estas perfecciones morales, nuestro deleite en ellas debe ir en aumento; y este deleite fomentará un estudio adicional de ellas; y una observación más diligente de los diversos métodos en las que se manifiestan. El despliegue de las mismas, incluso en las más terrible exhibiciones de su justicia, será contemplado con un sobrecogimiento reverente pero aprobador; y su gloria unida, como se ve en el gran plan de redención por medio de Cristo, se considerará con un deleite puro que no cesará jamás.
El amor a Dios incluye gozo en Su felicidad. No solo es perfectamente santo, sino perfectamente feliz; y nuestro deber consiste en regocijarnos en Su felicidad. Amando a nuestro prójimo, nos regocijamos en su felicidad presente y deseamos aumentarla. No podemos incrementar la felicidad de Dios que ya es perfecta, pero podemos regocijarnos en lo que Él posee. Si nos deleitamos en la felicidad de Dios, debemos esforzarnos por complacerle en todas las cosas, hacer todo lo que Él ordena y avanzar todos los planes, cuya realización es tan importante para Él. El amor incluye, por tanto, la obediencia a sus mandatos y la resignación y sumisión a Su voluntad.
El amor de Dios convertirá en una agradable tarea el examen de las pruebas de Su existencia y el estudio de esos gloriosos atributos que hacen de Él el único objeto digno de nuestro supremo afecto. Adentrémonos en este estudio, impulsados por el santo amor y el fuerte deseo de que nuestro amor pueda ser aumentado.
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