Una apreciación de la Segunda Confesión Bautista de fe de Londres 1689

Dr. Sam Waldron

Algunas de las mejores cosas de la vida ni siquiera son conocidas, y menos aún saboreadas, por muchas personas. Apreciarlas exige tener tanto el conocimiento de muchas cosas como ellas y, a la vez, una educación considerable para afilar el discernimiento preciso para entonar sus alabanzas. Un vino llamado Domaine Leroy junto con el Chambertin Grand Cru, La Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák, el cuadro de Rembrandt titulado “La ronda de noche”, y el puro habano conocido como Davidoff Grand Cru serie 2, solo son conocidos y desde luego apreciados por verdaderos aficionados de cada una de estas categorías de cosas. Confieso mi considerable ignorancia al respecto. Personalmente, ni siquiera podría pensar, por ejemplo, que el vino mencionado con anterioridad sabe bueno, pero esto no haría más que confirmar mi incompetencia en este ámbito y no su verdadero mérito.

De manera providencial, mi propia búsqueda especial por encima de todo lo demás en este mundo han sido cosas cristianas. En el ministerio pastoral durante más de treinta años, he aprendido bastante de las Escrituras y de teología para expresar ahora mi mayor aprecio por la Confesión Bautista de Fe de Londres 1689 entre todas las numerosas declaraciones doctrinales que he conocido jamás en la historia de la iglesia.

Tomé consciencia de ella, por primera vez, a principios de la década de 1990. Como admirador del famoso predicador bautista del siglo XIX, C.H. Spurgeon, me impresionó que él y su iglesia estuvieran adheridos a ella. Tras un año de esmerado estudio, yo también la acepté. Nuestra iglesia la adoptó oficialmente cinco años después. La hemos escudriñado en más de una ocasión, con cuidado, un párrafo tras otro. Estos días he estado revisando mi exposición escrita del 2004. Estas cosas son relevantes para asegurarle al lector que hablo con un conocimiento y un discernimiento de especialista en este campo. Los expertos podrían debatir qué confesión histórica de fe merece el primer puesto de nuestra estima, pero todos los teólogos que tienen un discernimiento genuino debemos admitir que nuestra favorita es, como poco, de un orden de excelencia extremadamente elevado.

Resulta fácil enumerar algunos de sus atributos dignos de elogio. En primer lugar, la confesión de 1689 es un gran resumen de las doctrinas cristianas, en su mayor parte sostenidas por un inmenso número de iglesias protestantes. Aunque sus treinta y dos capítulos incluyen algunos rasgos distintivos de los bautistas particulares del siglo XVII, su línea principal era ecuménica en el mejor de los sentidos. La intención de estos hombres y de sus iglesias era tranquilizar a la comunidad cristiana en general de que concordaban con las creencias mantenidas en común por todos ellos. No tenían “ganas de obstruir la religión con palabras nuevas”, como anunciaban en su apéndice. En la Confesión de 1689 se discierne gran parte del lenguaje antiguo de los primeros siglos de la historia de la iglesia y los presuntos credos ecuménicos. Esto es sumamente loable, porque se conoce a los verdaderos cristianos por el amor y el respeto que sienten, por causa de Jesucristo, hacia todos los demás creyentes e iglesias cristianos verdaderos (Juan 13:35; Efesios 6:24), así como la gratitud por la mejor tradición piadosa presentada por los baluartes de la verdadera fe cristiana, los dones de Cristo para nuestra edificación a lo largo de los siglos (Efesios 4:11).

En segundo lugar, la Confesión de 1689 habla largo y tendido en un modo claro y razonable de los distintivos sostenidos por los redactores de la confesión y sus suscriptores desde entonces. Aunque el mismo evangelio de nuestro Señor se proclamó de forma manifiesta en la Confesión de Fe de Westminster (1646, los presbiterianos) y la Declaración de Saboya (1658, los independientes y los congregacionalistas), los bautistas se aferraban al bautismo de creyentes solamente (disintiendo de ambos) y las iglesias locales independientes (junto con los congregacionalistas, en disconformidad con los presbiterianos). Estos distintivos bautistas los apartaba en los asuntos secundarios, aunque importantes, de la doctrina de la iglesia. Aunque existen diferencias entre buenos hermanos sobre estas cuestiones, no obstante es muy encomiable que las posiciones se establezcan con claridad y de un modo público, junto con el llamamiento bíblico para que cada cual pueda juzgar entre ellas por sí mismo.

En tercer lugar, la confesión de 1689 es la última y más importante confesión de fe del período post-Reforma de la dogmática escolástica. Representa el florecimiento pleno de la asombrosa erudición, la colaboración colegial y la profunda piedad con la que a Dios le agradó bendecir a sus iglesias en aquellos días de los gigantes teológicos. Solo décadas de investigación me han llevado con persuasión a esa conclusión. Los eruditos de la teología histórica entienden que el surgimiento del modernismo filosófico del siglo XVIII en adelante cambió para siempre la forma de concebir y hacer teología. Los conservadores doctrinales como yo creen que, en su mayor parte, fue para peor. No amamos la Confesión de 1689 meramente porque sea antigua, sino porque es rica y veras, un magnífico monumento de la excelencia teológica y la ortodoxia bíblica. Desde entonces no ha aparecido nada que se le pueda comparar.

Como amante de estas cosas podría afirmar mucho más en reconocimiento de nuestra noble confesión de fe, pero tal vez con esto baste para ayudar a los que están menos familiarizados con la respuesta a la pregunta: “¿Qué tiene de bueno la Confesión de 1689?” Le recomiendo que la estudie y celebro su hermosa nueva edición, ahora disponible en Parresia, una editorial bautista reformada con base en Escocia: https://www.parresiabooks.org.

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