J.C. Ryle
El lugar donde nació Cristo
No fue en Nazaret de Galilea, donde vivía su madre la virgen María. El profeta Miqueas había anunciado que el acontecimiento tendría lugar en Belén (Miqueas 5:2). Y así sucedió. En Belén nació Cristo.
En este sencillo hecho vemos la providencia soberana de Dios. Ordena todas las cosas que ocurren en el Cielo y en la Tierra. Vuelve los corazones de los reyes adonde Él quiere. Dispuso el tiempo en que Augusto decretaría el empadronamiento. Dirigió la obligatoriedad del decreto de tal manera que María tuvo que ir a Belén cuando “se cumplieron los días de su alumbramiento”. No se imaginaba el arrogante emperador romano y su gobernador Cirenio que solo estaban siendo instrumentos en manos del Dios de Israel y llevando a cabo los propósitos eternos del Rey de reyes. No se imaginaban que estaban ayudando a establecer el fundamento de un Reino ante el cual un día se inclinarían todos los imperios de este mundo y sucumbiría la idolatría romana. Se deben recordar las palabras de Isaías acerca de una ocasión similar: “Aunque él no lo pensará así, ni su corazón lo imaginará de este manera” (Isaías 10:7).
El corazón del creyente recibe aliento al recordar el gobierno providencial del mundo por parte de Dios. Un verdadero cristiano nunca debe ser conmovido o inquietado por la conducta de los gobernantes de la Tierra. Debe ver con los ojos de la fe una mano que gobierna todo lo que ellos hacen para la alabanza y gloria de Dios. Debe considerar a cada rey y potestad—como Augusto, Cirenio, Darío, Ciro o Senaquerib—como una criatura que, con todo su poder, no puede hacer nada más que lo que Dios permite y nada que no sea llevar a cabo la voluntad de Dios. Y, cuando los gobernantes de este mundo se unan contra el Señor, debe recibir ánimo de las palabras de Salomón: “Uno más alto está sobre ellos” (Ecclesiastés 5:8).
Cómo nació Cristo
No nació bajo el techo de la casa de su madre, sino en un lugar extraño: en un “mesón”. Cuando nació, no fue colocado en una cuna dispuesta con cuidado. “Lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”.
Vemos aquí la gracia y condescendencia de Cristo. Si hubiera venido a salvar al género humano con majestad real, rodeado de los ángeles de su Padre, habría sido un acto de misericordia inmerecida. Si hubiera escogido morar es un palacio, con poder y gran autoridad, habríamos tenido razón para sorprendernos. Pero hacerse pobre como los más pobres de la Humanidad y pequeño como los más pequeños, este es un amor que sobrepasa todo entendimiento. Es indescriptible e incomprensible. Nunca nos olvidemos de que, a través de esta humillación, Jesús ha adquirido para nosotros el derecho a la gloria. Por medio de su vida de sufrimiento, así como de su muerte, ha obtenido redención eterna para nosotros, desde el momento de su nacimiento hasta la hora de su muerte. Y, a través de su pobreza, nosotros somos enriquecidos (cf. 2 Corintios 8:9).
Cuidémonos de despreciar a los pobres a causa de su pobreza. Su estado ha sido santificado y honrado por el Hijo de Dios al tomarlo voluntariamente Él mismo. Dios no hace acepción de personas. Mira los corazones de los hombres, no sus ingresos. Nunca nos avergoncemos de la cruz de la pobreza si Dios cree conveniente ponerla sobre nuestros hombres. Ser impío y codicioso es una deshonra, pero no lo es ser pobre. Un hogar humilde, una comida corriente y una cama dura no son agradables para la carne y la sangre. Pero son la porción que el Señor Jesús mismo aceptó voluntariamente desde el día de su entrada en el mundo. La riqueza destruye mucho más las almas que la pobreza. Cuando el amor al dinero comienza a infiltrarse en nosotros, pensemos en el pesebre de Belén y en Aquel que fue acostado en él. Esos pensamientos pueden librarnos de mucho daño.
El contenido de este artículo es de Meditaciones sobre los evangelios, Lucas 1-10 por J.C. Ryle © Editorial Peregrino, 2000. Usado con permiso de Editorial Peregrino.
Si el mejor modo de entender la fe cristiana es leer los Evangelios, se deduce que los libros que siguen a estos por orden de importancia habrán de ser aquellos que ayudan a entender mejor esos Evangelios. Al advertir esta necesidad en su propia congregación, J. C. Ryle escribió sus Meditaciones sobre los Evangelios, que se han extendido por todo el mundo durante más de un siglo sin que haya disminuido su popularidad ni su utilidad.
Este libro está disponible en Cristianismo Histórico: Lucas 1-10