Arthur W. Pink
“No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (Éxodo 20:7).
Así como el segundo mandamiento se refiere a la manera en que Dios ha de ser adorado (es decir, de acuerdo con su voluntad revelada), este nos invita a adorarlo con ese marco de espíritu que es conforme a la dignidad y solemnidad de tal ejercicio y la majestad de Aquel con quien tenemos que tratar: es decir, con la mayor sinceridad, humildad y reverencia. “Temiendo este nombre glorioso y temible: JEHOVÁ TU DIOS” (Dt 28:58). ¡Oh, qué elevados pensamientos deberíamos tener de tal Ser! ¡En qué santo temor deberíamos estar ante Él! “El fin de este Precepto es que el Señor hará que la majestad de su nombre sea inviolablemente sagrado por nosotros. Todo lo que pensemos y digamos de Él debe tener el sabor de su excelencia, corresponder a la sagrada sublimidad de su nombre y tender a la exaltación de su magnificencia” (Calvino). Todo lo que se refiere a Dios se debe hablar con la mayor sobriedad.
En primer lugar, procuremos señalar el alcance y la amplitud de este mandamiento. Por el nombre del Señor nuestro Dios se quiere decir Dios mismo, tal como se nos ha dado a conocer, incluido todo aquello por lo que Él se ha complacido en revelar: su Palabra, sus títulos, sus atributos, sus ordenanzas, sus obras. El Nombre de Dios representa su misma naturaleza y ser, como en el Salmo 20:1; 135:3; Juan 1:12, etc. A veces se toma el nombre de Dios por todo el sistema de la verdad divina: “nosotros con todo andaremos en el nombre de Jehová nuestro Dios eternamente y para siempre” (Mi 4:5, en ese camino de Verdad y adoración que Él ha designado. “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste” (Jn 17:6); los instruyó en la doctrina celestial. Pero por lo general, y más específicamente, el nombre de Dios se refiere a la manera por la que Él es llamado y se nos da a conocer. “Tomar su nombre” significa emplear o hacer uso del mismo, como objeto de nuestros pensamientos o Sujeto de nuestro discurso. No tomar su Nombre “en vano” es la forma negativa de decir que debe tenerse en el mayor temor y usarse santamente en pensamiento, palabra y obra.
Por tanto, se verá que este mandamiento requiere que hagamos mención del nombre de Dios. Dado que Él nos ha dado tantos y llenos de gracia descubrimientos de sí mismo, evidenciaría el más vil desprecio del más grande de los privilegios si no expresáramos nuestra consideración por esos descubrimientos y no hiciéramos uso de los mismos. Aquellos que no hacen profesión religiosa y no desean ser instruidos en las cosas que se relacionan con la gloria divina, son culpables de menospreciar al Altísimo. Hacemos uso del nombre de Dios en el culto público, en la oración privada y cuando hacemos juramentos religiosos o solemnes. Cuando nos acercamos a Dios en oración, debemos adorar las perfecciones divinas con una humildad apropiada, como lo hizo Abraham (Gn 18:27), Jacob (Gn 32:10), Moisés (Éx 15:11), Salomón (1 R 8:33), Ezequías (2 R 19:15), Dn (9:4) y los habitantes del cielo (Ap 4:10, 11). Negativamente, este mandamiento prohíbe todos los pensamientos deshonrosos de Dios, toda mención innecesaria, frívola, profana o blasfema de Él, cualquier uso irreverente de su palabra, cualquier murmuración contra su providencia, cualquier abuso de cualquier cosa por la cual Él se ha dado a conocer.
Señalemos ahora más específicamente algunas de las formas en que el Nombre de Dios puede ser tomado en vano. Primero, cuando se usa sin proponernos un fin debido. Y hay solo dos fines que pueden justificar nuestro uso de cualquiera de sus nombres, títulos o atributos: Su gloria y la edificación de nosotros mismos y de los demás. Todo lo que hay además de estos es frívolo y maligno, y no nos da base suficiente para hacer mención de un nombre tan grande y santo, que está tan lleno de gloria y majestad. A menos que nuestro discurso esté dirigido deliberadamente al avance de la gloria divina o la promoción del beneficio de aquellos a quienes hablamos, no estamos justificados en tener el nombre inefable de Dios en nuestros labios. Él se considera sumamente insultado cuando mencionamos su nombre con un propósito ocioso.
Tomamos en vano el nombre de Dios cuando lo usamos sin la debida consideración y reverencia. Siempre que mencionamos a Aquel ante quien los serafines se cubren el rostro con un velo, debemos reflexionar seria y solemnemente en su infinita majestad y gloria, e inclinar nuestro corazón en la más profunda postración ante ese nombre. Quienes piensan y hablan del gran Dios de manera promiscua y al azar, ¿cómo pueden usar su nombre con reverencia cuando todo el resto de su discurso está lleno de espuma y vanidad? Ese nombre no debe ser usado ni arrojado de un lado a otro en cada lengua ligera. ¡Oh, lector mío, adquiera el hábito de considerar solemnemente de quién es el nombre que está a punto de pronunciar, que es el nombre de Aquel que está presente con usted, escuchándolo pronunciarlo, que está celoso de su honor y que se vengará terriblemente; Él mismo sobre aquellos que lo desprecian!
El Nombre de Dios se usa en vano cuando se emplea hipócritamente, cuando profesamos ser su pueblo y no lo somos. Israel de antaño fue culpable de este pecado: “Oíd esto, casa de Jacob, que os llamáis del nombre de Israel, los que salieron de las aguas de Judá, los que juran en el nombre de Jehová, y hacen memoria del Dios de Israel, mas no en verdad ni en justicia;” (Is 48:1); usaron el Nombre de Dios, pero no obedecieron la revelación contenida en él, y por lo tanto violaron este tercer mandamiento: compare Mateo 7:22, 23.
Cuando usamos el Nombre de Dios, debemos hacerlo de una manera que sea fiel a su significado y sus implicaciones, de lo contrario Él nos dice: “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc 6:46). De la misma manera, somos culpables de este terrible pecado cuando cumplimos con los deberes santos de manera ligera y mecánica, sin que nuestros afectos estén en ellos. La oración sin práctica es una blasfemia, y hablar con Dios con nuestros labios mientras nuestro corazón está lejos de Él no es más que una burla de Él y un aumento de nuestra condenación.
El Nombre de Dios se toma en vano cuando juramos liviana e irreverentemente, usando el Nombre de Dios con tan poco respeto como mostraríamos al de un hombre, o cuando juramos falsamente y somos culpables de perjurio. Cuando se nos pone bajo juramento y damos fe de que es verdad lo que no sabemos que es verdad, o que sabemos que es falso, somos culpables de uno de los pecados más graves que el hombre pueda posiblemente cometer,\ porque ha llamado solemnemente sobre el gran Dios para ser testigo de lo que el padre de mentira le ha impulsado a hablar. “Y el que jurare en la tierra, por el Dios de verdad jurará” (Is 65:16), y por tanto le conviene considerar bien si lo que declara es verdad o no. Por desgracia, los juramentos se han multiplicado tan excesivamente entre nosotros, entretejidos, por así de cirlo, en el cuerpo político y tan generalmente ignorados, que apenas se considera la enormidad de esta ofensa. “Y ninguno de vosotros piense mal en su corazón contra su prójimo, ni améis el juramento falso; porque todas estas son cosas que aborrezco, dice Jehová” (Zac 8:17).
¿Y qué se dirá de esa vasta muchedumbre de blasfemos que contaminan nuestro lenguaje y hieren nuestros oídos con una vil mezcla de execraciones y blasfemias en su conversación común? “Sepulcro abierto es su garganta… veneno de áspides hay debajo de sus labios: Su boca está llena de maldición y de amargura” (Rom 3:13-14). Absolutamente vano es su alegato irreflexivo de que no quieren hacer daño; vana es su excusa de que todos sus compañeros hacen lo mismo; vano es su alegato de que es simplemente para aliviar sus sentimientos; qué locura es cuando los hombres se enojan, atacan a Dios y lo provocan, mucho más de lo que otros pueden provocarle. Pero, aunque sus compañeros no los censuran, la policía no los arresta o el magistrado no los castiga (como lo exige la ley de nuestra tierra), sin embargo “porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”. “Amó la maldición, y ésta le sobrevino… se vistió de maldición como de su vestido, y entró como agua en sus entrañas” (Sal 109:17-18).
Dios está terriblemente indignado por este pecado, y en la comisión común de este crimen que insulta al cielo, nuestro país ha incurrido en una terrible culpa.
Se ha vuelto casi imposible caminar por las calles o entrar en compañía mixta sin escuchar el sagrado nombre de Dios tratado con blasfemo desprecio. Las novelas del día, el teatro e incluso la radio son terribles transgresores, y sin duda este es uno de los terribles pecados contra Él mismo por el cual Dios ahora está derramando sus juicios sobre nosotros. En la antigüedad Él le dijo a Israel: “a causa de la maldición la tierra está desierta; los pastizales del desierto se secaron; la carrera de ellos fue mala” (Jer 23:10). Y Él sigue siendo el mismo: “Porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”. El doloroso castigo será su porción, si no en esta vida, con toda seguridad, eternamente en la vida venidera.
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