TORNADO, BRISA, Y APACIBLE SILBIDO

LAS PERSONALIDADES DE LUTERO, MELANCHTHON Y CALVINO

¿Somos todos iguales? ¿Debemos ser todos iguales? Aunque todos amemos y sirvamos a un mismo Señor, ¿debemos ser todos idénticos como robots? Los hombres de Dios del pasado, a quienes Dios tan poderosamente ha utilizado, aunque en mucho eran de una misma mente, no se caracterizaron por ser idénticos, precisamente. Y aunque a nosotros nos parezcan lejanos, como héroes, eran, en realidad, hombres de carne con su personalidad. Un muy querido profesor de historia de la Iglesia me lo expresó de la siguiente manera:

«Imagina que estamos en una reunión, en una gran cena, toda la iglesia y otros muchos hermanos reunidos compartiendo juntos, jóvenes, mujeres, ancianos y niños. Hagamos cuenta que en esa reunión están también Lutero y Calvino. Calvino estaría sentado, bien sereno, calmado y tranquilo; hablando de Teología y doctrina con quien se acerque a preguntarle, incluso aún lo más mínimo. Estaría alegre, sí, pero más introvertido. Ah, pero Lutero, ese hombre estaría cantando con su lira, riendo, bromeando, moviéndose alegremente a un lado y a otro lado, y con los niños riendo, jugando y danzando, siempre con una sonrisa, provocándote espontáneas y sanas risas… y no me extrañaría que también se suba arriba de las sillas».

Los ojos prejuiciosos encontrarían fallas tanto en el uno como en el otro. De Calvino dirían que es un aburrido, un amargado, o quizás un engreído, por mantenerse callado y más aislado. Y de Lutero dirían que es un simple, un superficial, un poco serio que le falta madurar. ¿Pero es esto verdad?

En el caso de Lutero, ¿la risa, la jovialidad, la espontaneidad de palabra para bromear, como a flor de labio, es sinónimo, acaso, de un hombre poco serio en los asuntos santos? ¿Acaso la santidad significa tener la expresión de un guardia de palacio? ¿Acaso la seriedad se reduce simplemente a labios cerrados, rostro enojado, y a un hablar áspero? Por seguro que no, pues la seriedad es cuánto un hombre o una mujer atesoran, aprecian y viven la Palabra de Dios. La santidad es amar de corazón humilde y sincero al Señor. La seriedad es cómo me tomo, en mi corazón, la Palabra de Dios. Seriedad es la que el mismo Lutero, a riesgo de su vida, demostró en la Dieta de Worms:

«Si no se me convence mediante testimonios de la Escritura y claros argumentos de la razón —porque no le creo ni al papa ni a los concilios ya que está demostrado que a menudo han errado, contradiciéndose a sí mismos—, por los textos de la Sagrada Escritura que he citado, mi conciencia está cautiva a la Palabra de Dios. Por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, porque ir contra la propia conciencia no es seguro ni aconsejable. Aquí permanezco. ¡Dios me ayude! ¡Amén!».

En ese momento, entre todos los rostros enojados y ceños fruncidos de los católicos romanos, Martín Lutero era, entre todos ellos, el hombre más solemne y serio. Y esto no tenía por qué cambiar su alegre personalidad. El Doctor Nick Needham, en su libro 2000 Años del Poder de Cristo, volumen 3, nos deja un registro histórico de un hombre que conoció a Lutero y dejó registro de su forma de ser:

«Peter Mosellanus, quien presidía la disputa de Leipzig, nos ha dejado un retrato gráfico de Lutero, que capta la esencia de Lutero como hombre con extraordinaria exactitud. Mosellanus registró:

“Lutero es de estatura media, de cuerpo delgado y tan cansado por las cargas de la responsabilidad y el estudio que casi se pueden contar todos sus huesos. Se encuentra en la madurez plena de sus facultades. Su voz es clara y hermosa. Su conocimiento y su dominio de las Escrituras son tan extraordinarios que puede citar cualquier cosa de memoria a la perfección. Entiende el griego y el hebreo lo bastante bien como para emitir su propio juicio sobe el significado de las palabras y de las frases. Cuando habla, tiene una rica reserva de temas a sus órdenes y un inmenso bosque de pensamientos y palabras a su disposición. No hay nada altanero u orgulloso en él; sabe cómo adaptarse a las distintas personas y circunstancias. Siempre está fresco, alegre y relajado, con una agradable expresión en su rostro, independientemente de lo fuerte que le presionen sus enemigos; sencillamente no se puede evitar pensar que el cielo está con él en su poderosa labor […] Durante el debate llevaba un ramo de flores en su mano, y cada vez que la discusión se enardecía, miraba sus flores y las olía”».

He ahí un hombre de carne y hueso como tú y como yo. He ahí un santo hombre serio y alegre, que amaba profundamente la Palabra de Dios. Un hombre que, aunque vivía riendo y cantando con su lira, podía, también, ser un feroz tornado que arrasara con las moradas de la herejía.

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Ahora bien, En el caso de Calvino, ¿la jovialidad externa es sinónimo de alegría interna? ¿Es un amargado y engreído, solamente por ser alguien más silencioso y tranquilo? Por seguro que no, pues el gozo es el del corazón, en un alma que entiende la Gracia del Señor, y se regocija en los dones y en la misericordia de Dios. Calvino, además, era un hombre con otro contexto, tanto familiar como social, y esto nos permite entender mucho de su personalidad. El doctor Nick Needham también nos explica el trasfondo de “Monsieur Calvin”:

«Juan Calvino… era hijo de un abogado eclesiástico adjunto a la catedral de Noyon. Sus antecedentes sociales eran de “clase superior” a los de Lutero, algo que ayuda a justificar la personalidad del Calvino adulto más distante y aristocrática; cuando un refugiado protestante conoció a Calvino después de que este se hubiera convertido en el Reformador de Ginebra, se dirigió a él como “hermano Calvino”, sólo para que [los presentes] le dijeran que la forma correcta de dirigirse a él era “Monsieur Cauvin” [Señor Calvino]. …En su juventud Calvino se preparó estudiando en la Universidad de París desde 1523 hasta 1528; primero en el Collège de la Marche, donde aprendió latín de uno de los mayores maestros de la época, Mathurin Cordier».

Podemos ver, entonces, la razón de por qué Calvino parece un hombre más calmado y reservado. Sin embargo, Nick Needham, en su libro nos enseña que Calvino, aunque más callado, rebosaba de alegría:

«Si la personalidad de Calvino parece menos colorida y atractiva que la de Lutero, la razón es, en parte, a que Calvino era un hombre muy tímido y reservado que difícilmente hablaba sobre sí mismo. Aun así, no era un individuo rígido ni melancólico. Era un marido tierno, a quien destrozó la muerte prematura de su esposa. Disfrutaba de muchas amistadas cálidas y duraderas, en especial las de Melanchthon y Farel. Se regocijaba en los regalos terrenales de Dios: La belleza de la naturaleza, la comida, la bebida, la familia, la amistad, el arte, la música. Estas cosas eran muy buenas; a Calvino no le cabía la menor duda».

He aquí un hombre más parecido a Pablo, que a Pedro (como Lutero). He aquí un hombre que no era un tornado, sino una brisa que susurra entre las hojas de un árbol. Pero tal como aquella agradable brisa hace cantar en pianissimo (suavemente) el follaje de los árboles, deleitando los oídos con las hojas meneándose, y trayendo paz al alma, en armonía con el cantar de las aves; así también Calvino trajo, y aún trae, ese deleite en la doctrina, cual dulce melodía, al suave sonar de las hojas avanzando mientras el alma se deleita en su profunda y bíblica teología.

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Y el suave Melanchthon, tan amable y cordial cual noble caballero, no puede ser olvidado por nosotros, quienes estamos considerando la personalidad de estos antiguos guerreros. Íntimo amigo de Calvino, y amigo de confianza de Lutero, Melanchthon no era ni como el uno, ni como el otro. Felipe Melanchthon era dulce, suave de palabra, tierno, cuyo hablar era como “pluma de escribiente muy ligero” (Sal. 45:1). Nick Needham, en 2000 Años del Poder de Cristo, nos indica con precisión la forma de ser de este tan amado erudito, a la misma vez que hace un contraste con Lutero; mas, sin embargo, mostrando cómo Dios usó a estos hombres opuestos, para un solo propósito: La expansión y gloria de Su Reino:

«Amable, reflexivo, tímido y amante de la paz, el joven Melanchthon se convirtió en seguida en el amigo más amado de Lutero y en su colega de mayor confianza. Si Basilio de Cesarea y Gregorio de Nacianzo fueron el “David y Jonatán” de la era patrística, la amistad entre Lutero Corazón-de-león, y Melanchthon Afable-de-espíritu, fue su equivalente en la era de la Reforma. Ambos hombres eran la unión perfecta de personalidades opuestas. Lutero admitió: “Yo soy rudo, pendenciero y tormentoso, nacido para luchar contra ejércitos de diablos y monstruos. Mi tarea consiste en deshacerme de tocones y piedras, de dar hachazos a los espinos, de limpiar bosques salvajes. Junto a mí está el maestro Felipe, amable y suave, quien siembra y riega con gozo, según los dones que Dios le ha concedido con tanta amplitud”».

He aquí un hombre más parecido a Juan, que a Pablo o Pedro. Un hombre amable y tierno, que fácilmente también se hubiera recostado en Cristo, dulcemente en su pecho. Felipe Melanchthon, no era una brisa entre las hojas de los árboles, ni mucho menos un tornado que arrasa y barre. No, él era un silbido apacible, amable, tierno, suave y afable. Sin embargo, eso no hacía de él alguien de indeciso carácter. No, de ninguna manera. Él era un hombre firme como un roble en su convicción en la Palabra eterna.

Nick Needham, nuevamente en su ya tan citado libro, nos confirma esto al narrar la siguiente ocasión en el debate de Leipzig, en donde el católico romano Johann Eck se encontraba discutiendo en un debate con Lutero, quien fue oportunamente ayudado por Melanchthon:

«A medida que intercambiaban argumentos, Eck arrinconó hábilmente a Lutero para que admitiera que sus opiniones eran similares a las de John Huss, a quien el Concilio de Constanza había quemado por herejía, en 1415. Esto obligó a Lutero a reconocer que hasta los concilios ecuménicos eran falibles: el Concilio de Constanza había errado al condenar a Huss. Lutero apeló ahora a las Escrituras como la única autoridad infalible. Melanchthon no discutió directamente con Eck, pero les sugirió argumentos a Lutero y a Carlstadt; fue Melanchthon quien, en Leipzig, presentó la importante opinión protestante de que los cristianos deberían leer y juzgar a los primeros padres de la Iglesia a la luz de las Escrituras, en lugar de leer las Escrituras a la luz exclusiva de los padres. Esta postura llegó a conocerse por la etiqueta en latín de “sola Scriptura” (que significa “Solo Las Escrituras”)».

Cordial en su hablar, firme en su actuar. Suave como cantor de dulce canción, pero de inamovible convicción. Melanchthon era el silbido apacible, pero que con esa paz dada por el Señor quebrantaba al corazón. Lutero iba por delante, con un hacha arrasando los malos árboles; Calvino iba detrás, quemando los restos, barriendo y ordenando el desastre; para que ahora, Melanchthon, los buenos árboles plante.

____________
Ahora bien, ¿por qué debemos considerar esto? ¿Cuál es la relevancia práctica de lo que hemos venido viendo? Que cada cual, en su forma de ser, no juzgue al hermano que no es como él. ¿Eres alegre y jovial? No critiques a quien no lo es, pues el gozo en su corazón puede ser incluso mayor. ¿Eres más serio y menos risueño? No menosprecies a quien va cantando y riendo en el sendero, pues él entiende que la seriedad no consiste en mantener un rostro severo, sino en amar, defender y vivir la Palabra del Dios eterno. ¿Eres más dulce, afable y tierno? No permitas que te desestimen como alguien blando, como si no tuvieras las cualidades de un guerrero. Pero tampoco mires tú en menos a quienes parecieran ser más crudos y firmes en sus palabras, pues no sabes contra lo que están luchando ellos.

Es verdad, hermanos, no lo niego, que cada forma de ser, cada temperamento, además de tener sus ventajas tiene también sus debilidades y sus excesos. El alegre y risueño debe también entender que hay contextos en donde debe mostrarse más solmene y quieto. El silencioso y serio debe de igual manera comprender que la risa no es pecado, y que la alegría de rostro no significa ser un inmaduro o un mundano, y que hay hermanos que no pecan si siempre tienen su semblante alegrado y una sonrisa a flor de labio. Debe también tener cuidado, pues si siempre mantiene un rostro agrio alejará a los niños y jóvenes en lugar de acercarlos. Cristo no era así, sino que transmitía gozo y alegría, pues aún los niños sentían la confianza de acercarse a nuestro alegre Mesías. Y el dulce y suave hermano debe cuidarse de no ser también suave de carácter, sino firme y enraizado como el más fuerte de los árboles.
Hermanos, sea cual sea la forma de ser que cada uno de nosotros tenemos, sea cual fuere nuestro temperamento, las palabras de Pablo recordemos: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Rom. 14:4). Dios usa a cada quien, en su forma de ser, para un plan determinado que tiene para él. Antes bien, mejor cuidémonos de no caer en los excesos de nuestro propio temperamento, que es afectado por el pecado remanente que aún tenemos. Pero también cuidémonos de no menospreciar y criticar a los demás, por quienes el Señor sufrió, sangró y murió, para poderlos rescatar; a quienes el Señor ama tanto como a ti, sí, pues no hay favoritos aquí. Pues,

“¿Qué es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada cual el Señor ha concedido. Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor. Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (2 Cor. 3:5-11).

Lutero, cual tornado que arrasa;
Calvino, pensativo y sereno;
Melanchthon, cuyas palabras abrazan;
sirvieron, juntos, al Reino.
Hoy, hermano, nos ha tocado
defender la Palabra de nuestro Señor Amado.
Cuidémonos de nuestros propios excesos,
y no juzguemos al siervo ajeno;
y así, en amor, expandamos Su Reino.

J. WOLFGANG CHRISTSON

Publicaciones Aquila. Todos los derechos reservados.

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