EL DAÑINO PECADO DEL PREJUICIO

“No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio.”
(Juan 7:24)

Este es un pecado que, aunque no se pueden ver sus consecuencias a simple vista, como otros pecados tales como la borrachera, la lujuria, la ira y otros más, es igual de dañino (e incluso puede hacer más daño) que otros pecados visibles.

Este pecado es abrigado en el corazón, y quien lo comete lo abraza en el secreto de su interior, donde nadie lo puede ver, nadie… excepto Dios. Este pecado puede sonreír a quien tiene en frente con sus labios, pero menospreciarlo y juzgarlo con sus ojos: ojos inmisericordes, rígidos, orgullosos, altivos, cargados de orgullo y auto-confianza desmedida.

Y es que para que pueda haber prejuicio en una persona, antes debe haber 3 ingredientes en el corazón: Orgullo, Flojera y necedad.

Primero, ORGULLO

Pues el prejuicioso valora demasiado su propia opinión, y cree que sus pensamientos personales son la realidad, y no piensa que quizás se pueda estar equivocando y que su juicio puede estar errado. Es orgulloso, pues no duda de su pronto juicio, y cree que lo primero que ha pensado es lo correcto, poniéndose así por encima de otros y mirándolos desde ese peldaño superior que él mismo se ha inventado en su mente. Es orgulloso, pues piensa que siempre tiene la razón. Es arrogante como los fariseos, pues nunca se pone a sí mismo en tela de juicio, sino a los demás.

Segundo, FLOJERA

Pues no se da el tiempo y el esfuerzo de conocer más profundamente a la persona que él está prejuiciando. No se da el arduo pero indispensable trabajo de conocer más de cerca al otro, o de investigar más acerca de un tema, o de examinar sus propias conclusiones precipitadas, a la luz de otras perspectivas de personas más sabias, más equilibradas, más experimentadas, y con mayor amplitud de corazón. No, él cree que ya tiene la razón, y su orgullo se ve mezclado con su flojera y así se queda con sus pobres y deficientes conclusiones, pensando que son las mejores y más sabias de todas. Es un holgazán y un perezoso de corazón, pues evita la extensa y ardua labor de darse el tiempo de conocer más profundamente a quien tiene en frente.

Tercero, NECEDAD

Pues para dejarse llevar por el orgullo hay que ser un necio, y para dejarse arrastrar por la pereza se debe tener una mente muy necia. Es verdad que todos debemos cuidarnos del orgullo, pues habita en cada uno; y es cierto también que debemos luchar contra la flojera, pues nuestra carne tiende a no esforzarse. Pero alguien que es sabio lucha contra esto, y piensa:

«No, no tomaré lo primero que viene a mi mente. Puedo estar equivocándome, y esta
persona no es lo que estoy pensando ahora. Soy falible, muchas veces me equivoco, y
esta puede ser una de esas. Además, me tomaré el trabajo de conocer bien a esta persona,
pues es de necios juzgar a alguien sin primero oír y ver lo que alguien piensa y hace.
Quizás esta persona ha vivido cosas más hermosas que yo, y puede compartirme de ellas;
o quizás ha hecho más para el Reino de los Cielos de lo que he hecho yo, y puedo
aprender de su experiencia; y quizás ha sufrido más que yo, y puede animarme en mi
dolor; y tal vez tenga más conocimiento que yo y sea más comprometido con el Señor, y
lo esconde entre risas y alegría, y no muda su rostro y su actitud aparentando ser más
serio que los demás, pues el sabio oculta su conocimiento. Me daré el tiempo y la
paciencia de conocerlo».

Pero el prejuicioso no piensa así, y por su necedad él se priva de todo esto. Pero solo está atentando contra sí mismo, demostrando su necedad, dejándose a sí mismo en evidencia como un necio. El Almirante de la Armada de los Estados Unidos (US Navy), William H. McRaven, nos relata una vergonzosa historia personal suya:

Cuando era un joven guardiamarina, fui a la oficina de comando de los Navy SEAL para averiguar cómo entrar al duro entrenamiento de aquellos rudos guerreros, y vi a los fornidos e imponentes instructores, altos, fuertes, intimidantes; tal como me imaginaba a un comando SEAL.

Mientras esperaba a entrar a la oficina del teniente Huth, quien me explicaría todas las demandas del entrenamiento, yo miraba las fotografías de fuertes guerreros en antiguas misiones que adornaban las paredes del pasillo del recinto. Al fondo del largo pasillo vi que otro hombre, un joven vestido de civil, contemplaba las fotografías. Era de constitución fina, casi frágil, y una melena de cabello caía sobre sus orejas. Parecía embelesado con los increíbles guerreros cuyas acciones estaban representadas en esas fotografías. Me pregunté si él se consideraría apto para convertirse en un SEAL.

¿Realmente él creía que era lo bastante rudo como para soportar el entrenamiento? ¿Acaso él pensaba que su escuálido cuerpo podría con la carga de una pesada mochila y mil cartuchos de municiones? ¿Qué no había visto a los instructores, hombres imponentes, evidentemente preparados para el desafío? Sentí algo de tristeza por este hombre.

Minutos después, me hacen pasar a hablar con el teniente Huth, quien me platicó de su experiencia en Vietnam, y me explicó lo que sería mi vida si lograba convertirme en un SEAL. Mientras tanto, yo podía ver de reojo al joven vestido de civil, quien seguía admirando las fotografías. Yo sabía que, al igual que yo, él debía aguardar para hablar con el teniente Huth, con la esperanza de averiguar acerca de la instrucción militar SEAL. Me hizo sentirme bien conmigo mismo saber que yo era claramente más fuerte y estaba mejor preparado que otros hombres que pensaban que podían sobrellevar las exigencias del entrenamiento SEAL.

En medio de nuestra conversación, de pronto el teniente Huth dejó de hablar, levantó la vista y llamó al hombre del pasillo. –Will, él es Tommy Norris– me dijo el teniente, mientras abrazaba efusivamente al delgado hombre. Y añadió: Tommy es el último SEAL al que han galardonado con la Medalla de Honor por su servicio en Vietnam. Norris sonrió, yo le devolví la sonrisa, le di un apretón de manos y me reí de mi mismo. Este hombre, de apariencia frágil, del que dudé que pudiera sobrevivir si quiera el entrenamiento, era el teniente Tom Norris. Aquel que se había abierto camino por las líneas enemigas en sucesivas noches para rescatar a dos aviadores derribados. El mismo Tom Norris que en otra misión había recibido un tiro en la cara y dado por muerto, hasta que fue rescatado. Este era Tom Norris, quien luego de recuperarse de sus lesiones había logrado ser aceptado en el primer equipo de rescate de rehenes del FBI. Este callado, reservado y humilde hombre era uno de los SEAL más rudos en la larga historia de los equipos. [Tomado del libro: Make Your Bed].

Quizás alguien no encaje en tus estándares personales de lo que debe ser un “hombre espiritual”, pero sí encaja en los estándares realmente bíblicos, y cuyo corazón es como de león en la obra y en el servicio a su Señor Jesús. Sé humilde, o quedarás como un necio. Es verdad que la semilla del orgullo y la de la pereza están incluso en el corazón del hombre más sabio, pero él es sabio precisamente porque teme a Dios y se cuida de dejarse llevar por el orgullo y la flojera. Pero el necio les da rienda suelta, y tiene como resultado el prejuicio.

Y el prejuicio, aunque también daña a otros, pues afecta la reputación de alguien trastocándola en algo que verdaderamente no es, en realidad al que más afecta es al mismo prejuicioso; porque pudiendo nutrir y alimentar su alma con la sabiduría y la experiencia de otros, lo que hace es encerrarse en su pobre opinión personal sobre los demás. Si tan solo tuviera la humildad de considerarse a él mismo como menor que los demás, y si fuera realmente espiritual al verse a sí mismo como un niño que debe aprender de la experiencia y de la sabiduría de otros, y si en verdad fuera sabio de corazón al tener temor a Dios no teniendo un alto concepto desmedido de sí mismo; si tan solo fuera sabio y bíblico de verdad, sabría que su estándar personal no es la vara de medir que se debe usar. Si tan san solo fuera realmente espiritual, sabría que no hay nada más mundano y terrenal que el orgullo, la pereza y la necedad. Si tan solo fuera como un niño, humilde de corazón y pobre de espíritu, vería a quien tiene en frente como alguien de quien puede aprender algo bueno y útil, con sencillez y humildad de corazón. Si tan solo fuera así, crecería de verdad, como árbol fuerte y robusto, nutriéndose de todo lo bueno, todo lo noble, todo lo hermoso y loable, todo lo digno y de buen nombre, todo lo que tenga virtud en ello, y daría sombra y frutos a otros, y podría ser refugio y abrigo para las aves que buscan donde poner su nido.

Pero no, su necio y orgulloso corazón lo mantienen estancado, infructífero y encerrado en sí mismo, bloqueado a recibir la sabiduría y el consejo de quienes pudieran hacerle un bien tan valioso y necesario para su vida. Pero él no los ve así. Él juzga de antemano, solo porque no encajan en su estándar personal de lo que él cree que debe ser una persona que en verdad pudiera ayudarlo. Pobre de él, se cree sabio y con discernimiento, pero está cayendo en el mismo hoyo de los necios y ciegos fariseos; se ve a sí mismo muy alto y a quien tiene en frente muy bajo, pero él está en las profundidades de la pereza y del orgullo, y, cegado por ellos, no ve la trampa en la que tiene metidos los dos pies y que está a punto de cerrarse para dejarlo preso allí.

¡Sé humilde, hermano mío! Y no seas como el perezoso y necio orgulloso que he descrito. Sé como el sacerdote en Levítico 13, que debía hacer un examen minucioso, dándose la paciencia y el tiempo necesario para poder declarar si en verdad alguien estaba inmundo de lepra, o solo tenía una herida normal y estaba sano de ella. No seas como los fariseos que muchas veces fueron reprendidos por el mismo Señor Jesucristo, por prejuiciosos. Cada vez que el prejuicio venga a tu corazón, aunque nadie lo vea, recuerda que sí lo ve Dios, y que en ese mismo momento Jesús conoce lo que estás abrigando en tu interior; y lo mismo que le dijo a los fariseos, el Santo juez del mundo te dice lo mismo a tu corazón: «Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?» (Mat. 9:4).

Es cierto que es bueno y sabio ser cuidadoso, pero eso no es en nada lo mismo que ser prejuicioso. El cuidadoso mira bien sus pasos, y es prudente en todo lo que llega a sus oídos; pero el prejuicioso se envanece en sus razonamientos, y peca de orgullo, pereza y necedad. Por lo tanto, si reconoces tu pecado de prejuicio, y quieres luchar contra él, debes saber que es solo un síntoma de 3 virus que hay en tu corazón, y que es contra ellos con lo que debes luchar: Orgullo, pereza y necedad. Por lo tanto, «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas. No seas sabio en tu propia opinión; teme a Jehová, y apártate del mal» (Prov. 3:5-6). No seas «altivo, sino que asóciate con los humildes. No seas sabios en tu propia opinión» (Rom. 12:16). Y estima a los demás como superiores a ti mismo (Fil. 2:3), “porque el Reino de los cielos es de los que se ven a sí mismos como niños. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a Mí me recibe» (Mat. 18:4-5). Ten cuidado, no vaya a ser que estés rechazando al mismo Cristo, al estar prejuiciando a uno de sus niños.

— J. Wolfgang Christson

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